Hay películas que nacen con la particularidad de no parecerse a
ninguna otra. Películas que, más allá de su calidad, logran imponerse y
destacar a fuerza de singularidad y carisma. Ilusión podría ser una de ellas: un híbrido
rarísimo pero muy personal de los universos creativos de Truffaut y Woody
Allen, engendrado por un hombre orquesta que atiende al nombre de Daniel Castro
y que, además de dirigir, protagonizar y escribir el guión de la película, se
encarga de componer las demenciales canciones que jalonan la trama. El
experimento (si se me permite llamarlo así) se lleva a cabo con muy poco
presupuesto, pocos actores (amiguetes del director, en realidad), pocos
escenarios y pocas pretensiones. Pero el resultado no puede ser más
satisfactorio. Como sugiere su título, el debut de Castro supone un soplo de
ilusión y aire fresco a un cine nacional habitualmente reacio a arriesgar, o
demasiado habituado a escudarse en temas y fórmulas narrativas ya muy gastados
por el uso.
Miniatura
agridulce (o tragicómica) nacida al amparo de la crisis económica actual, habla
de estos malos tiempos para la lírica y para la esperanza a partir de la
experiencia de su protagonista, uno de esos locos maravillosos empeñados en
hacer del cine un arma contra la dureza de la vida cotidiana. El tipo, algo así
como un cruce sui generis entre la desconexión social de Ignatius Reilly y el
optimismo enajenado de Amelie, es una creación cómica de primer nivel a la que
Castro dota de vida a través de los matices, haciéndola bascular constantemente
entre la estupidez supina y la rara genialidad, y logrando que la encontremos
vulnerable y que simpaticemos con ella (y con su quijotesca empresa) pese a la
excentricidad de su persona, o tal vez por ella misma.
Se puede
sacar una lectura pesimista de la película: todo está tan jodido, todo se ve
tan negro, que la posibilidad de creer en algo mejor está reservada
exclusivamente a orates como el que interpreta Castro, condenados, a su vez, a
comulgar con las ruedas de molino de su propia ilusión, como un Sísifo
cualquiera. Lo importante, en todo caso, es que el protagonista no se rinde.
Independientemente de que sea un idiota con ínfulas, es un idiota que no ha
perdido la esperanza en el arte (en ‘su’ arte) pese a tener que verse obligado
a lidiar con la realidad y a vender su alma al diablo comerciando con películas
de Haneke (estupendo gag).
Daniel Castro cuenta su historia con modestia, con un lenguaje
sencillo, pulcro, de narrativa sintética y precisa articulada en base a una
serie de planos fijos que, ocasionalmente, logra cuajar alguna imagen memorable
(el protagonista durmiendo en un banco en la calle, arropado con un poster de Annie
Hall) o dejar aquí y allá pequeños gestos de melancolía, trazos de
una poesía genuina y tristona que contrasta con las muchas risas que encierra
la película. Porque lo fundamental es eso, que la película es muy
divertida, básicamente por la gracia natural de Castro, pero también por contar
con algunos secundarios (la escena con Víctor García León es impagable)
realmente inspirados.
Ilusión es, en
definitiva, un artefacto cómico minúsculo pero inteligente, de ritmo medido con
metrónomo, dialogado con talento y generosas dosis de mala leche, y tan fresco
e inmediatamente disfrutable que hace que su misma existencia sólo puede
recibirse con entusiasmo. Esperemos que la modestia del proyecto no cierre las
puertas a un autor con cosas interesantes que decir… y talento cinematográfico
para decirlas.
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