Por: Gisella Gastiaburu Barthè.
Podría
empezar a decir una sola cosa un film de sensaciones auditiva y visual; que
parece una metamorfosis kafkiana; una lucha de dos sexos; hombre y mujer
poderes de movimientos densos, como una danza moderna al estilo Pina bauch; una
hora de cuerpos en lucha interior; el cineasta aún osa mantenerse dentro de su
más grande obsesión: las posibilidades del cuerpo y su estallido. Como en Sombre o en La vie nouvelle, Grandrieux nuevamente va a
centrarse en lo corporal, ya como prisión o simplemente como lo irremediable,
como una cápsula de cuyo interior asoma la animalidad en estado original o
arcaico, y en el extremo, la indiferencia del insecto (incluso un episodio de White Epilepsy recuerda el rito de una
mantis religiosa en plena barbarie o la simple pasividad de la víctima, lo que
también remite a la escena antológica de La vie Nouvelle, donde el personaje de Anna Mouglalis muta en una suerte de
animal en cautiverio, o a los protagonistas de Sombre o Un lac juegos de poder de sexos
opuestos. Belleza de estética en un rectangular de pantalla.
En White Epilepsy solo hay cuerpos y
noche, cuatro cuerpos en un ritmo ralentizado que no impide percibir el
aturdimiento o el desfase, como para estar atentos a sus texturas, movimientos,
caídas y entrega. el grito de la lucidez, luego de que veamos a través de una
serie de episodios o escenas como un cuerpo solitario, en medio de un campo
abierto y en plena oscuridad, reconoce a su otro: una mujer con la cual comenzará
la batalla. Esta absorción, de la mujer que intenta engullir al hombre, lo que
no excluye los ritos eróticos de fuerza y lucha, sin satisfacción, va a hurgar
no solo en un juego caníbal sino en la afirmación de lo femenino y su
conciencia brutal en el grito del rostro y sangre. Sin embargo, luego del clímax,
Grandrieux corona su propuesta con un final desolador: luego de la lucha de los
cuerpos, del triunfo de uno sobre el otro, del grito liberador o la conciencia
de lo salvaje, está la penumbra y el ocaso, la vejez de los cuerpos a la espera de la muerte.
The Act of Killing explora la parte oscura y atroz del ser
humano, obligándole a enfrentarse con sus actos, aunque estos hayan prescrito
según los códigos internacionales. Es una película sobre el
recuerdo, y sobre el alma. Sobre la justicia y las cargas de cada uno. Sobre la
oscuridad y la asunción. Basada en el Golpe de Estado de 1965 en Indonesia, por
el que una serie de paramilitares se convirtió en una élite con poderes para
tomarse la justicia con su mano, y matar a miles de presuntos comunistas. La
película nos muestra a estos hombres casi medio siglo después, y se les da la
oportunidad de que recreen sus actos, de que ilustren su sadismo y su crueldad.
Algo a lo que, sorprendentemente, acceden encantados.
De este modo tenemos
como un doble film, una especie de mezcolanza entre el cine dentro del cine y
el documental. Se permitirá que estos paramilitares hagan una especie de
película, en la que ellos mismos actúan, para demostrar lo que hacían, mientras
son grabados durante el rodaje para ver cómo les va afectando esa recreación de
los hechos. Casi un experimento sociológico.
No es una película
agradable de ver, habida cuenta de que todo lo que se narra con la precisión de
un carnicero que hace su trabajo, como torturaron y dieron muerte a miles de
personas, haciendo daño con alegría y ligereza. Se trata de entender las
motivaciones de estos hombres (Curiosamente, la mayoría de ellos coinciden en
que su gran referente para la crueldad era el cine de Hollywood, con las
películas de actores como Al Pacino. Sus modelos a seguir) y se les insta a que
enfrenten a sus fantasmas.
Algunos de ellos cuentan
sus historias de marginación y autodeterminación, hasta conseguir hacerse un
puesto haciendo daño a aquellos que le rechazaron. Otros, simplemente, parecen
lejanos a toda inteligencia, se guían por instintos, como los animales. Hay
incluso personajes que no sienten remordimientos, y a los que conceptos como
Derechos Humanos les parecen baladíes.
Sin duda el caso más
interesante, y en el que se centra la película, es el de Anwar Congo, que
parece un venerable anciano y que nos va contando como quería imitar a los
gangsters que veía en la gran pantalla, como solo se preocupaba por su
apariencia y por poder hacer lo que quería (De hecho, en Indonesia hacen un
juego de palabras por el que Gángster significaría “Hombre Libre”) Congo, que
comienza contando muy alegremente la cantidad de personas a las que dió muerte,
y sus métodos, y que, aun siendo un anciano, se preocupa más por su apariencia
que por sus actos. Pero, poco a poco, a medida que en su rodaje van sintiendo
el papel de víctimas por el que hacían pasar a tantas personas. Las pesadillas,
los problemas físicos, el arrepentimiento, la redención, comienzan a asaltarle.
El éxito de Joshua
Oppenheimer radica en enfrentar a la gente con sus actos. Siempre tiene la
cámara preparada para captar el alma, la frase justa para derribar las excusas
simples y las barreras mentales con las que todos se consuelan. Es una película
que hay que ver, pese a tener escenas desagradablemente duras, porque se
utiliza el cine como medio y como fin. La misma herramienta que se utilizó para
que estos asesinos se convirtieran en lo que son, sirve ahora para hacerles
darse cuenta de sus errores, de sus fallos, de todo lo que han hecho mal. Un
título imprescindible que dará mucho que hablar.